Lorenzo Homar, provocador

15 de abril de 2007/El Nuevo Día
Por Carmen Dolores Hernández

Tan relevante es la obra del artista gráfico que aún suscita reflexiones, polémicas y contradicciones. 

          

‘Ciento en boca’ se llama la colección de Ediciones Huracán a la que pertenece este libro, nombre adecuado, si alguno, por lo menudo de su formato. Ciento en boca también sería una buena manera de describir su contenido: nueve ensayos breves, variados y desiguales en torno a la obra y a la personalidad del artista gráfico Lorenzo Homar, fallecido en 2004.

Las aproximaciones diversas a esa figura y las posiciones desde las que escriben los ensayistas parecen responder al llamado del editor -autor de los primeros dos textos- de iniciar una mirada crítica que supere el tono elogioso y canonizante que ha permeado la mayor parte de los escritos sobre este artista puertorriqueño. Efraín Barradas hace aquí una revisión somera de esos escritos, que confirman el sitial ocupado por Homar como artista emblemático puertorriqueño de la segunda mitad del siglo XX, venerado no sólo por su obra sino por sus posiciones y pronunciamientos sobre el arte y la política.

No es difícil entender el porqué de esa ‘aceptación consagratoria’. Se debe no sólo a la incuestionable calidad de su producción en términos del rigor de su disciplina artística y de su dedicación al arte sino también a la identificación de su temática con valores puertorriqueños tenidos como esenciales y que se pensaban amenazados en un momento de cambio socio/económico/político a mediados del pasado siglo. Gran parte de la obra gráfica de Homar, efectivamente, tuvo un impacto político, ya sea porque se centrara en figuras históricas representativas de la nacionalidad puertorriqueña o que recogiera textos o imágenes que de alguna manera expresaban manifestaciones de la puertorriqueñidad. En otras obras asumió una posición crítica, mordazmente irónica, contra las manifestaciones de un ‘desarrollo’ material, dependiente mayormente de la asociación del Estado Libre Asociado con Estados Unidos. ¿Quién, que no fuera un filisteo, hubiera osado criticar, en aquellos años cincuenta y sesenta, a las voces y las imágenes que se levantaban contra la modernización acelerada de uerto Rico, es decir, contra lo que percibían como la ‘venta’ del alma nacional, si no por un plato de lentejas, sí por unos índices halagüeños de aumento en las riquezas? 

El llamado de Barradas es, sin duda, pertinente y necesario. Habría que indagar más, efectivamente, sobre la relación de Homar con sus contemporáneos y con las instituciones culturales con las que estuvo asociado -sobre todo la División de Educación de la Comunidad y el taller de gráfica del Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP)- para justipreciar no sólo su innegable creatividad y capacidad de organización y de trabajo, sino también la vía que tales instituciones le abrieron para que desarrollara a cabalidad esas dotes. Aunque durante los últimos años de su vida el propio Homar denostara a figuras como Ricardo Alegría y aunque un sector de la intelectualidad actual tilde al primer director ejecutivo del ICP de haber sido un mero burócrata, lo cierto es que la relación que hubo entre Alegría y Homar fue sumamente estrecha durante muchos años y redundó en una extraordinaria producción artística. Las cartas cursadas entre ambos rezuman no sólo admiración mutua sino afecto. Una de ellas -de Homar a Alegría, fechada el 18 de junio de 1957- dice, contestando la petición del segundo de que se hiciera cargo del taller de artes gráficas del ICP: “En cuanto a la oferta sobre la dirección de los talleres creo comprenderás lo mucho que te agradezco el que pienses en mí con tanta confianza. También sabes que trabajar bajo tu dirección personal lo considero un placer y un honor pues te respeto mucho…”. Durante los 15 años que Homar dirigió ese taller -de donde salió, justamente, cuando el propio Alegría dejó el Instituto- se hicieron más de 400 carteles, muchos de su propia autoría.

Entre los otros textos que conforman este libro, la despedida de duelo que le hiciera Antonio Martorell a su antiguo maestro es una muestra más de su maravillosa habilidad de jugar con las palabras, de darles vida y movimiento para que capten, al vuelo, las diferentes proyecciones de la realidad, conformando -en este caso- un paralelo con el trabajo malabarístico de transformaciones y combinaciones visuales que hiciera Homar con las imágenes y la caligrafía.

José Luis Méndez y Arcadio Díaz Quiñones nos ofrecen aquí dos textos sólidos sobre el maestro, aunque ambos datan de hace años y, como se señala en una nota bibliográfica final, habían sido ya publicados y republicados. El primero indica las coordenadas, en el tiempo y los espacios, de la vida de Homar y señala el talante político de su arte. El segundo, al examinar la obra del artista en relación con las dos ciudades emblemáticas para su vida y su arte -Nueva York y San Juan- enfatiza la condición de ‘memoria visual’ y de ‘archivo hecho de intensos fragmentos colocados en un marco nuevo de su arte’. También señala la manera en que Homar negocia creativamente las nuevas relaciones del artista con el entorno urbano, sobre todo en el caso de la capital de Puerto Rico, entonces en pleno proceso de transformación.

El ensayo de Ramón Muñiz Hernández informa sobre la relación entre Homar y Germán Rieckehoff y la designación de aquél como el artista que tendría a su cargo diseñar el logo y los emblemas para los VIII Juegos Deportivos Panamericanos del 1979. También toca el doloroso tema de los murales del Escambrón, destruidos a mansalva.

El ensayo de Elvis Fuentes está fuera de lugar en este libro por ser una explicación y una justificación de una exhibición llevada a cabo en el 2005 en el Museo Pío López Martínez de la UPR, en Cayey. Se public de forma más completa en el catálogo de esa exhibición, titulada ‘Homar, Homo, Humoris’. El texto de Nelson Rivera, por otra parte, entra en una polémica que -de manera muy complicada, al expresarse a través de una carta abierta a un intelectual del patio provocada por un evento posterior a la muerte de Homar, la Trienal Poli/Gráfica- tiene como centro la posición esencialista de Homar ante el arte. Tampoco parece cuadrar del todo aquí por los múltiples rizos que suponen las alusiones y por la ausencia de información sobre los contextos circunstanciales de la polémica más ostensible, contextos que le hubieran permitido al lector no enterado comprender cabalmente los planteamientos y sus corolarios. Sí presenta una clara escisión generacional en torno a las posiciones asumibles frente al arte. Ante la insistencia de Homar en la calidad y en la perfección de la factura según cánones estéticos consagrados, Rivera aduce una aproximación que podríamos denominar sociológica, señalando la necesidad de tomar en cuenta las circunstancias personales y sociales del artista. Es una posición válida, sin duda, pero el autor del artículo periodístico -es ése el origen de este texto -la desvirtúa aludiendo a que las críticas a la Trienal son “una forma velada de censura” y al desautorizar todo intento de establecer jerarquías a base de la calidad y la maestría técnica. Se trata de una retórica gratuita y desenfocada que, precisamente, le niega validez a ideas estéticas contrarias a la suya.

El nieto de Homar, por último -aunque no finalmente; esperemos que el libro cumpla la función de acicate y estímulo para la crítica y la investigación que pide su editor -hace un esfuerzo por eludir el sentimentalismo de las remembranzas y proyectar la obra de su abuelo para que converse con las coordenadas del arte más actual.

El hecho de que la figura y el quehacer de Lorenzo Homar aún tengan tantas resonancias, el que resulten tan provocadores y el que susciten polémicas y contradicciones augura bien para su continuada relevancia.